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—Ven a saludar a la señorita como lo han hecho los demás
criados.
Catalina al ver a su amigo corrió hacia él, lo besó seis o siete
veces en cada mejilla, y después, separándose un poco, le dijo,
riendo:
—¡Huy, qué negro estás y qué cara de enfadado tienes! Claro,
es que me he acostumbrado a ver a Eduardo y a Isabel. ¿Me
has olvidado, Heathcliff?
—Dale la mano, Heathcliff —dijo Hindley, con aire de
condescendencia.
—Por una vez la cosa no tiene importancia.
—No lo haré —repuso el muchacho. —No estoy dispuesto a que
se rían de mí.
Y trató de alejarse, pero Catalina le sujetó.
—No quise burlarme de ti. No pude contenerme al ver tu
aspecto. Anda, dame la mano siquiera. Si te lavas la cara y te
peinas parecerás otro. Pero
¡ahora estás tan sucio!
Examinó los negros dedos que tenía entre los suyos y luego se
miró el vestido, temiendo que con aquel contacto hubiese
sufrido algo que no fuera precisamente embellecerse.
—Nadie te mandaba tocarme —dijo él, separando de un tirón su
mano.
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