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recibir a sus nuevos amigos, y una vez que entró en la cocina
para buscar a su antiguo camarada, viendo que no estaba se
contentó con preguntar por él y marcharse. A la mañana
siguiente, Heathcliff se levantó temprano, y como era día de
fiesta, se fue, malhumorado, a los pantanos, y no volvió a
aparecer hasta después de que la familia se fue a la iglesia.
Pero el ayuno y la soledad debieron hacerle reflexionar, y
cuando regresó, después de estar un rato conmigo, me dijo de
pronto:
—Elena, vísteme. Voy a ser bueno.
—Ya era hora, Heathcliff —comenté. —Has disgustado a
Catalina.
Cualquiera diría que la envidias porque la miman más que a ti.
La idea de sentir envidia hacia Catalina le resultó
incomprensible, pero lo de disgustarla lo comprendió muy bien.
Me preguntó, poniéndose muy serio:
—¿Se ha enojado?
—Se echó a llorar cuando le dije esta mañana que te habías ido.
—También yo he llorado esta noche —respondió—, y con más
motivos que ella.
—¿Sí? ¿Qué motivos tenías para irte a la cama con el corazón
lleno de soberbia y el estómago vacío? Los soberbios no hacen
más que dañarse a sí mismos. Pero si estás arrepentido, debes
pedirle perdón cuando vuelva. Vas arriba, le pides un beso y le
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