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dices... Bueno; ya sabes tú lo que le tienes que decir. Pero hazlo
sinceramente, y no como si ella fuera una extraña por el hecho
de que la hayas visto mejor ataviada. Ahora voy a
arreglármelas para vestirte de un modo que Eduardo Linton
parezca un muñeco a tu lado. ¡Y claro que lo parece! Aunque
eres más joven que él, eres mucho más alto y doble de ancho.
Podrías turbarle de un soplo, ¿verdad?
—Sí, Elena; pero aunque yo le tumbara veinte veces, no dejaría
de ser él más guapo que yo. Quisiera tener el cabello rubio y la
piel blanca como él, vestir bien y tener modales como los suyos,
y ser tan rico como él llegará a serlo.
—¡Eso! Y llamar a mamá constantemente, y asustarte siempre
que un chico aldeano te amenace con el puño y quedarte en
casa cada vez que lloviera un poco. No seas pobre de espíritu,
Heathcliff. Mírate al espejo y oye lo que tienes que hacer. ¿Ves
esas arrugas que tienes entre los ojos, y esas espesas cejas que
se contraen en lugar de arquearse, y esos dos negros demonios
que jamás abren francamente sus ventanas, sino que centellean
bajo ellas corridas, como si fueran espías de Satanás? Proponte
y esfuérzate en suavizar esas arrugas, levantar esos párpados
sin temor y convertir esos demonios en dos ángeles que vean
siempre amigos en dondequiera que no haya enemigos
indudables. No adoptes ese aspecto de perro cerril, que parece
justificar la justicia de los puntapiés que recibe y que odia a
todos tanto como al que le maltratara.
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