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enérgico correctivo, ya que cuando bajó estaba sofocado y rojo
como la grana. Yo cogí un trapo de cocina, limpié la cara a
Eduardo y, no sin despecho, le dije que se había merecido la
lección por su impertinencia. Su hermana se echó a llorar y
quería volver a su casa, y Catalina, a su vez, estaba muy
disgustada de lo que ocurría.
—No debiste dirigirle la palabra —dijo al joven Linton. —Estaba
de mal humor; ahora le pegarán, y has estropeado la fiesta... Yo
ya no tengo apetito.
¿Por qué le hablaste, Eduardo?
—Yo no le hablé —sollozó el muchacho, desprendiéndose de mis
manos y terminando de limpiarse con su fino pañuelo. —
Prometí a mamá no hablarle, y lo he cumplido.
—Bueno —dijo Catalina con desdén —; cállate, que viene mi
hermano. No te ha matado, después de todo. No compliques
más. Cállate tú también, Isabel. ¿Te ha hecho algo alguien?
—¡A sentarse, niños! —exclamó Hindley reapareciendo. —Ese
bruto de chico me ha hecho entrar en calor. La próxima vez,
Eduardo, tómate la venganza con tus propios puños, y eso te
abrirá el apetito.
La gente menuda recobró su alegría al servirse los suculentos
manjares. Todos sentían apetito después del paseo, y se
consolaron fácilmente, ya que ninguno había sufrido daño
grave. El señor Earnshaw trinchaba con jovialidad, y la señora
animaba la mesa con su conversación. Yo atendía al servicio, y
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