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—Es igual; yo no suelo acostarme hasta muy tarde.
Levantándome a las diez, no importa acostarse a las dos.
—Es que no debía usted dormir hasta las diez. Pierde usted lo
mejor del día. Cuando a esa hora no se ha hecho ya la mitad de
la faena diaria, es muy probable que no se pueda hacer el resto.
—Es lo mismo, señora Dean... Vuelva a sentarse. Creo que
tendré mañana que estarme acostado hasta después de comer,
porque, o mucho me equivoco, o no me libro de un buen
constipado.
—Confío en que no suceda así, señor. Bien; pues daré un salto
de tres años, o sea hasta que la señora Earnshaw...
—No; nada de saltos. ¿No sabe usted lo que siente el que se
encuentra ocupado en mirar cómo una gata lame a sus gatillos
y se indigna cuando ve que deja de lamer una de las orejas de
uno de ellos?
—Creo que quien haga eso no es más que un perezoso.
—No lo crea... Bueno; yo me encuentro en ese caso ahora. De
modo que cuente usted la historia con todo detalle. En sitios
como éste, las gentes adquieren a los ojos del que las observa
un valor que puede compararse con el de una araña a los ojos
de quién la contempla en un calabozo. La araña en un calabozo
tiene una importancia que no tendría en la casa de un hombre
en libertad. Pero, de todos modos, el cambio no se debe sólo a
la distinta situación del observador. Las gentes aquí viven más
honradamente, más reconcentradas en sí mismas y menos
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