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C A P Í T U L O VIII
Un hermoso día de junio, por la mañana, nació el primer niño
que yo había de criar y el último de la antigua raza de los
Earnshaw. Estábamos recogiendo heno en un prado lejano
cuando vimos venir con una hora de anticipación a la
muchacha que nos traía habitualmente el almuerzo.
—¡Qué niño más hermoso! —dijo. —Nunca se ha visto otro más
guapo... Pero, según dice el médico, la señora vivirá muy poco.
Al parecer se ha ido consumiendo durante los últimos meses. He
oído como se lo decía al señor Hindley, y le ha asegurado que
morirá antes del invierno. Venga a casa enseguida, Elena. Tiene
que cuidar del niño, darle leche y azúcar. Me gustaría estar en
su lugar, porque cuando la señora muera va usted a quedar
completamente a cargo del niño.
—¿Tan enferma está? —pregunté, soltando el rastrillo y
anudándome las cintas del sombrero.
—Creo que sí —repuso la muchacha—, aunque está muy
animada y habla como si fuese a vivir hasta ver al pequeño
hecho un hombre. No cabe en sí de alegría. Verdaderamente, el
niño es una hermosura. Si yo estuviera en su caso, no me
moriría. Sólo con mirar al niño sanaría, diga Kennett lo que
quiera. Estoy loca por el pequeñín. La señora Archer llevó el
angelito al amo, y no había hecho más que presentárselo,
cuando se adelanta el viejo gruñón de Kennett, y le dice: «Señor
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