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maldecía de Dios y de los hombres, y se entregó a una vida de
loco libertinaje.
Ningún criado soportó mucho tiempo el tiránico
comportamiento que nos daba, y sólo nos quedamos a su lado
José y yo. Yo había sido su hermana de leche y me faltó valor
para abandonarle. En cuanto a José, se quedó porque así podía
mandar despóticamente a los jornaleros y arrendatarios, y
también porque siempre se sentía a gusto dondequiera que
hubiese maldades que reprochar.
Los pésimos hábitos y las malas compañías que había
contraído el amo constituían un lamentable ejemplo para
Catalina y Heathcliff. Éste era tratado de tal manera, que
aunque hubiera sido un santo tenía que acabar convirtiéndose
en un demonio. Y, en verdad, el muchacho parecía
endemoniado en aquella época. La degradación de Hindley le
colmaba de placer, y su aspereza y rusticidad eran cada día
mayores.
Vivíamos en un infierno. El cura dejó de acudir a la casa, y
terminaron imitándole todas las personas decentes. Nadie nos
trataba, excepto Eduardo Linton, que a veces venía a visitar a
Catalina. A los quince años, ella se transformó en la reina de la
comarca. Ninguna podía igualarla, y se convirtió en un ser terco
y caprichoso. Desde que había dejado de ser niña, yo no la
quería y procuraba humillar su altanería por todos los medios,
pero no me hacía caso. Conservó un afecto constante hacia
Heathcliff, a quien quiso como a nadie, incluso al joven Linton.
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