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recibiera se había disipado. Los trabajos a que le dedicaban

                  habían extinguido de él todo amor al estudio, y el sentimiento

                  de superioridad que en su niñez le infundieran las atenciones


                  del antiguo amo, ya no existía. Durante bastante tiempo se

                  esforzó en mantenerse al nivel cultural de Catalina, pero tuvo al

                  fin que rendirse a la evidencia. Al comprender que ya no le era

                  posible recuperar lo perdido, se abandonó del todo, y su


                  aspecto reflejaba su hundimiento moral. Tenía un aire innoble y

                  grosero, del que actualmente no conserva nada; se hizo

                  insociable en extremo, y parecía complacerse en inspirar


                  repulsión antes que simpatía en los pocos que le trataban.

                  Cuando estaba libre de ocupaciones seguía siendo el eterno

                  compañero de Catalina. Pero no le expresaba nunca su afecto


                  verbalmente, y recibía las afectuosas caricias de su amiga sin

                  corresponderlas.


                  El día a que me refiero, entró en la habitación donde yo estaba

                  ayudando a vestirse a la señorita Catalina, y anunció su


                  decisión de no trabajar aquella tarde. Ella, que no esperaba tal

                  resolución, había citado a Eduardo, y estaba preparándose

                  para recibirle.


                  —¿Tienes algo que hacer esta tarde, Catalina? —le preguntó. —


                  ¿Piensas salir?


                  —No; está lloviendo.


                  —Entonces ¿por qué te has puesto este vestido de seda?


                  Supongo que no esperarás a nadie...







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