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—No espero a nadie, que yo sepa —repuso ella. —Pero ¿cómo
no estás ya en el campo, Heathcliff? Hace más de una hora que
hemos comido. Creía que te habrías ido.
—Hindley no nos libra a menudo de su odiosa presencia —
replicó el muchacho. —Hoy no pienso trabajar; me quedaré
contigo.
—Mejor harías en irte —dijo la joven—, no sea que José lo
cuente.
—José está cargando tierra en la peña de Penninston y no
volverá hasta la noche, así que no tiene por qué enterarse.
Y Heathcliff se sentó al lado del fuego. Catalina frunció el
entrecejo y reflexionó unos momentos. Al fin encontró una
disculpa para preparar la llegada de su amigo, y dijo, tras un
minuto de silencio:
—Isabel y Eduardo Linton hablaron de venir esta tarde. Claro
que, como llueve, no espero que lo hagan; pero si se decidieran
y te ven, corres peligro de que te regañen.
—Ordena a Elena que les diga que estás ocupada —insistió el
muchacho.
—No me hagas irme a causa de estos tontos amigos tuyos. A
veces me dan ganas de decirte que ellos... pero me callaré.
—¿Qué tienes que decir? —gritó Catalina, turbada. — ¡Ay, Elena!
— agregó, desasiéndose de mis manos. —Me has despeinado
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