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ella se desbordó contra el niño, le cogió por los hombros y le

                  sacudió terriblemente hasta que Eduardo intervino y le sujetó

                  las manos. El niño quedó libre; pero en el mismo momento, el


                  asombrado joven recibió en sus propias mejillas una réplica

                  asaz contundente para ser tomada a juego. Se apartó de ella

                  consternado.



                  Cogí a Hareton en brazos y me fui a la cocina, dejando la

                  puerta abierta para ver cómo se desenlazaba aquel incidente.

                  El visitante, ofendido, pálido y con los labios temblorosos, se

                  dirigió a coger su sombrero.



                  «Haces bien —pensé para mí—. Aprende, da gracias a Dios de

                  que ella te haya mostrado su verdadero carácter, y vete»


                  —¿Adónde vas? —preguntó Catalina, avanzando hacia la

                  puerta. Él trató de pasar, pero ella dijo con energía:



                  — ¡No quiero que te vayas!


                  —Debo irme —replicó él.


                  —No —contestó Catalina, sujetando el picaporte. —No te vas


                  todavía, Eduardo. Siéntate; no me dejes en este estado de

                  ánimo. Pasaría una noche horrible y no quiero sufrir por causa

                  tuya.



                  —¿Crees que debo quedarme después de haber sido ofendido?

                  —preguntó Linton.


                  Catalina guardó silencio.










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