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Reconocí el paso de Heathcliff y me asomé para hacerle señas
de que se detuviese, pero en el momento en que dejé de mirar
al niño, éste hizo un movimiento y cayó.
Casi antes de que yo pudiera estremecerme de horror, ya había
reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff llegaba
en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al
niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido.
Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de
Heathcliff manifestó una impresión análoga a la que sentiría un
avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines y se
encontrase al día siguiente con que había perdido así un premio
de cinco mil libras. En la expresión del rostro de Heathcliff se
leía claramente cuánto le pesaba haberse convertido en
instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que, de no
haber habido luz, hubiera remediado su error, permitiendo que
el niño se estrellase contra el pavimento... Pero, en fin, gracias a
Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba
abajo, apretando contra mi corazón su preciosa carga. Hindley,
reponiéndose de su borrachera, bajó muy confuso.
—Tú has tenido la culpa —me dijo. —No has debido ponerme al
niño a mi alcance. ¿Se ha lastimado?
—¿Lastimado? —grité, indignada. —Tonto será si no se muere.
Me asombra que su madre no se alce del sepulcro para ver
cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios.
¡Tratar así a su propia sangre!
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