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—Si sigues hablando así, no te contaré nada más —repuso,
levantándose malhumorada. —Le he aceptado. Dime si he
hecho mal. ¡Pronto!
—Si le ha aceptado, no hay más que hablar. ¡No va usted a
retirar su palabra!
—Pero ¡quiero que me digas si he obrado con acierto! —insistió
con irritado tono, retorciéndose las manos y frunciendo las
cejas.
—Antes de contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta
—dije sentenciosamente. —Ante todo, ¿ama usted al señorito
Eduardo?
—¿Cómo no? ¡Desde luego!
Entonces la sometí a una serie de preguntas. No era del todo
indiscreto el hacerlo, ya que se trataba de una muchacha muy
joven.
—¿Por qué le ama, señorita Catalina?
— ¡Qué pregunta! Le quiero, y basta.
—No es suficiente. Dígame por qué.
—Bien; porque es guapo y me gusta mucho estar con él.
—Malo... —comenté.
—Y porque es joven y de carácter alegre.
—Peor aún.
—Y porque él me ama.
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