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—¡Qué lástima que no se mate bebiendo! —comentó Heathcliff,

                  repitiendo a su vez otra sarta de imprecaciones cuando se cerró

                  la puerta. — Hace todo lo posible para ello, pero es de una


                  naturaleza muy robusta, y no lo conseguirá. El señor Kennett

                  asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton y que

                  encanecerá bebiendo, a no ser que le ocurra algo anormal.



                  Me senté en la cocina, y empecé a arrullar a mi corderito para

                  dormirlo. Heathcliff cruzó la estancia, y yo pensé que se

                  encaminaba al granero. Pero luego resultó que había preferido

                  tumbarse en un banco, junto a la pared, y allí permanecer


                  silencioso.


                  Yo mecía a Hareton sobre mis rodillas y había comenzado a

                  cantarle una canción que empieza:


                  Era de noche, y lloraban los niños, cuando en sus cuevas los


                  gnomos lo oyeron...


                  De pronto, la señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta

                  de su habitación y dijo:



                  —¿Estás sola, Elena?


                  —Sí, señorita —contesté. Entonces entró y se acercó a la lumbre.

                  Comprendí que quería decirme algo. En su rostro leía la

                  ansiedad. Abrió los labios como si fuera a hablar, pero se limitó


                  a exhalar un suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya que no

                  había olvidado su comportamiento de antes.


                  —¿En dónde está Heathcliff? —preguntó.








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