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—Eso no tiene nada que ver.
—Y porque llegará a ser rico y me agradará ser la señora más
acomodada de la comarca, y porque estaré orgullosa de tener
un marido como él.
—¡Ese es el peor argumento de todos! Y dígame ¿cómo le ama
usted?
—Como todo el mundo, Elena. ¡Pareces tonta!
—No lo crea... Contésteme.
—Pues amo el suelo en que pone los pies, y el aire que le rodea,
y todo lo que toca, y todas las palabras que pronuncia, y todo
lo que mira, y todo lo que hace... ¡Le amo plenamente! Eso es
todo.
—Bueno... y ¿qué más?
—Está bien; lo tomas a juego. ¡Es demasiada maldad! Pero
¡para mí no se trata de una broma! —dijo la joven, disgustada y
contemplando distraídamente la lumbre.
—No lo tomo a juego, señorita Catalina. Usted ama al señorito
Eduardo porque es guapo, y joven, y alegre y rico, y porque él la
ama a usted. Lo último no significaría nada. Usted le amaría
igual aunque ello no fuera así, y sólo por ello no le querría si no
reuniese las demás circunstancias.
—Claro que no; le compadecería, y puede que hasta le
aborreciera si fuera feo o fuera un hombre ordinario.
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