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—Pues en el mundo hay otros jóvenes guapos y ricos y más que

                  el señorito Eduardo.


                  —Hay otros, o no; el único que he visto que sea así es Eduardo.



                  —Pero puede usted llegar a ver algún otro, y él, además, no

                  será siempre joven y guapo. También podría dejar de ser rico.


                  —Yo no tengo por qué pensar en lo por venir. Debías hablar con


                  más sentido común.


                  —Pues entonces, nada... Si no piensa usted más que en el

                  presente, cásese con el señorito Eduardo.


                  —Para eso no necesito tu permiso. Claro que me casaré con él.


                  Pero no me has dicho aún si hago bien o no.


                  —Está muy bien si usted se casa pensando sólo en el presente.

                  Ahora, contésteme usted ¿qué es lo que la preocupa? Su


                  hermano se alegrará; los ancianos Linton no creo que pongan

                  reparo alguno; va usted a salir de una casa desordenada para

                  ir a otra muy agradable; ama usted a Eduardo, y él le ama a

                  usted. Todo está claro y sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?



                  —¡Aquí y aquí o dondequiera que esté el alma! —repuso

                  Catalina, golpeándose la frente y el pecho. —Tengo la impresión

                  de que hago mal.


                  — ¡Qué cosa tan rara! No me la explico.



                  —Ese es mi secreto, y te lo explicaré lo mejor que pueda, si me

                  prometes que no te vas a burlar de mí.









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