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Se sentó a mi lado. Estaba triste, y noté que sus manos, que

                  mantenía enlazadas, temblaban.


                  —Elena        ¿no  sueñas          nunca          cosas         extrañas? —me


                         dijo,  después  de reflexionar un instante.


                  —A veces —contesté.


                  —También yo. En ocasiones, he soñado cosas que no he


                  olvidado nunca y que han cambiado mi modo de pensar. Han

                  pasado por mi alma, modificando su tonalidad, como cuando al

                  agua se le agrega vino. Y he tenido un sueño de esa clase. Te lo

                  voy a contar; pero líbrate de sonreír.



                  —No lo cuente, señorita —le aconsejé. —Ya tenemos aquí

                  bastantes penas para invocar visiones que nos angustien más.

                  ¡Ea!, alégrese. Mire al pequeño Hareton. ¡Ese sí que no sueña


                  nada triste! ¿Ve cómo sonríe dulcemente?


                  —Sí, ¡y también con cuánta dulzura reniega su padre! Supongo

                  que te acordarás de cuando era como este niño. De todos

                  modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy largo.


                  Además, no me siento con ánimos para estar alegre esta noche.


                  —¡No quiero oírlo! —me apresuré a contestar.


                  Yo era, y soy aún, muy supersticiosa en cuestión de sueños, y el


                  semblante de Catalina se había puesto tan sombrío, que temí

                  escuchar el presagio de alguna horrorosa desgracia. Ella se

                  enfadó, al parecer, y no continuó. Pasó a otro tema, y me dijo:


                  —Yo sería muy desgraciada si estuviera en el cielo, Elena.







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