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—Trabajando en la cuadra —le dije.


                  Él no me desmintió. Quizá se hubiera dormido. Hubo un silencio.

                  Por las mejillas de Catalina se deslizaba una lágrima. Me


                  pregunté si estaría disgustada de su conducta, lo cual hubiera

                  constituido un hecho insólito en ella.


                  Pero no había tal cosa. No se preocupaba por nada, no siendo

                  por lo que le concernía.



                  —¡Ay, querida! —dijo, finalmente. —¡Qué desgraciada soy!


                  —Es una pena —repuse— que sea usted tan difícil de contentar.

                  Con tantos amigos y tan pocas preocupaciones, tiene motivos


                  de sobra para estar satisfecha.


                  —¿Quieres guardarme un secreto, Elena? —me preguntó

                  mirándome con aquella expresión suya que desarmaba al más

                  enfadado, por muchos resentimientos que tuviese con ella.



                  —¿Merece la pena? —interrogué, menos acremente.


                  —Sí. Y no tengo más remedio que contártelo. Necesito saber lo

                  que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que me case


                  con él, y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que le he

                  respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle.


                  —Verdaderamente, señorita, no sé qué responderle. Teniendo

                  en cuenta la escena que le ha hecho usted presenciar esta


                  tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque si después de

                  ella todavía le pide relaciones, es que es un tonto completo o

                  que está loco.







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