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—¡Ah! —dijo, soltándome de pronto. —Ahora me doy cuenta de

                  que aquel granuja no es Hareton. Perdona, Elena. Si lo fuera,

                  merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y


                  estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí,

                  engendro desnaturalizado. Yo te enseñaré a engañar a un

                  padre crédulo y bondadoso. Dime Elena: ¿no es cierto que este

                  chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas vuelve más feroces


                  a los perros, a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras.

                  Apreciar tanto las orejas es un sentimiento diabólico. No por

                  dejar de tenerlas cesaríamos de ser unos burros. Silencio, niño...


                  ¡Anda, pero si es mi hijito! Sécate los ojos y bésame, pequeñín.

                  ¡Cómo!


                  ¿No quieres? ¡Bésame, Hareton, bésame, condenado! Señor,

                  ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a


                  partir la cabeza...


                  Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y

                  pataleando, y redobló sus alaridos cuando Hindley se lo llevó a


                  lo alto de la escalera y le suspendió en el vacío. Le grité que iba

                  a asustar al niño y me apresuré a correr para salvarle.


                  Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla


                  escuchando un  e sentía abajo, y casi se había olvidado lo que

                  tenía entre las manos.


                  —¿Quién es? —me preguntó, sintiendo que alguien se acercaba

                  al pie de la escalera.











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