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—Lo lamento, señorita Catalina —respondí, continuando en mi
ocupación.
Creyendo que Eduardo no la veía, me arrancó el trapo de
limpieza de las manos y me aplicó un pellizco soberbio. Ya he
dicho que yo no le tenía afecto, y que me complacía en humillar
su orgullo siempre que me era posible. Así que me incorporé,
porque estaba de rodillas, y grité con todas mis fuerzas:
—¡Señorita, esto es un atropello, y no estoy dispuesta a
consentírselo!
—No te he tocado, embustera —me contestó, mientras sus
dedos se aprestaban a repetir la acción.
La rabia le había encendido las mejillas, porque no sabía ocultar
sus sentimientos, y siempre que se enfadaba, el rostro se le
ponía encarnado como una brasa.
—Entonces, ¿esto qué es? —le contesté señalando la señal
purpúrea que el brazo.
Golpeó el suelo con los pies, titubeó un momento, y después, sin
poderse contener, me dio una bofetada. Los ojos se me llenaron
de lágrimas.
—¡Oh, querida Catalina! —exclamó Eduardo disgustado por su
violencia e interponiéndose entre las dos.
—¡Márchate, Elena! —ordenó ella, temblando de rabia
El pequeño Hareton, que estaba siempre conmigo, comenzó
también a llorar y a quejarse de la «mala tía Catalina». Entonces
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