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poca inclinación a los buenos modales, que, por otra parte, no
la hubieran hecho ser alabada por nadie.
El señorito Eduardo no se atrevía a ir mucho a Cumbres
Borrascosas, porque la mala fama que tenía Earnshaw le
asustaba y temía encontrarse con él. Le recibíamos con muchas
atenciones. El amo procuraba también no ofenderle, pues no
dejaba de comprender la razón de sus asiduidades, y, como no
le fuera posible mostrarse amable, a lo menos procuraba no
dejarse ver. Aquellas visitas me parece que no complacían
mucho a Catalina. Esta carecía de malicia y no sabía ser
coqueta, de modo que no le agradaba que sus dos amigos se
encontrasen, porque si Heathcliff mostraba desprecio hacia
Linton, ella no podía mostrarse de acuerdo, como lo hacía
cuando Eduardo no estaba presente; y si Linton, a su vez,
expresaba antipatía hacia Heathcliff, tampoco se atrevía a
contradecirle. Yo me burlé muchas veces de sus indecisiones y
de los disgustos que sufría por causa de ellas, y que trataba de
ocultar. Me dirá usted que mi actitud era censurable, pero
aquella joven era tan soberbia, que si quería hacerla más
humilde era forzoso no compadecerla nunca. Finalmente, como
no encontraba otro confidente mejor, tuvo que franquearse
conmigo.
Una tarde en que el señor Earnshaw había salido, Heathcliff
resolvió hacer fiesta aquel día. Creo que tenía entonces
dieciséis años, y aunque no era tonto ni feo, su aspecto general
resultaba repelente. La educación que en sus primeros tiempos
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