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guarde silencio. Dile que el señor Kennett exige que se esté

                  quieta.


                  Comuniqué aquella indicación a la señora, y ella, que parecía


                  muy animada, respondió:


                  —Sólo hablé una palabra, Elena, y a pesar de ello salió dos

                  veces llorando de la habitación. Le prometo callarme pero ello

                  no me impedirá reírme de él.



                  A la pobre no le faltó el humor hasta una semana antes de

                  morir. Su marido seguía obstinándose en que su salud mejoraba

                  constantemente. El día en que Kennett le advirtió que ya no


                  recetaba más medicinas, porque eran totalmente inútiles, dado

                  el grado a que había llegado la enfermedad, Hindley le replicó:


                  —Ya sé que no las necesita, ni tampoco los cuidados médicos.


                  Nunca ha estado enferma del pecho. Padeció una fiebre, sí;

                  pero ya ha desaparecido. Su pulso es ahora tan normal como el

                  mío y sus mejillas están frescas. A su mujer le decía lo mismo, y

                  ella parecía creerlo. Pero una noche, mientras Francisca


                  reclinaba la cabeza en el hombro de su esposo y le decía que

                  pensaba levantarse al día siguiente, le acometió un leve ataque

                  de tos. Se abrazaron y ella fue palideciendo cada vez más,

                  hasta que expiró. El niño, Hareton, fue entregado a mis


                  cuidados. El señor Earnshaw se conformaba, respecto al

                  pequeño, con saber que estaba bien y con oírle llorar. Pero, por

                  su parte, estaba desesperado. Su dolor era de los que no se


                  manifiestan con lamentaciones. No sollozaba ni rezaba, sino







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