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que había entre los dos muchachos, porque era como pasar de

                  una cuenca minera a un hermoso valle, y las voces y modos de

                  ambos confirmaban la primera impresión. Linton solía hablar


                  con dulzura y pronunciaba las palabras como usted, es decir, de

                  un modo más suave que el que se emplea en la comarca.


                  —¿No me habré anticipado a la hora? —preguntó el joven. Y me


                  dirigió una mirada.


                  Yo estaba secando los platos y arreglando los cajones del

                  aparador.


                  —No —repuso Catalina. —¿Qué estás haciendo ahí, Elena?



                  —Trabajar, señorita —repuse, sin irme, porque tenía orden del

                  señor Hindley de asistir a las entrevistas de Linton con Catalina.


                  Ella se me acercó y me dijo en voz baja:



                  —Sal de aquí y llévate tus trapos. Cuando hay gente de fuera,

                  los criados no están en las habitaciones de los señores.


                  —Ahora que el amo está fuera debo trabajar —le dije—, ya que

                  no le gusta verme hacerlo en su presencia. Estoy segura de que


                  él me dispensará.


                  —También a mí me disgusta verte trabajar en presencia mía —

                  replicó ella imperiosamente.



                  Estaba nerviosa a raíz de la disputa que había sostenido con

                  Heathcliff.












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