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—Me he avergonzado de ti —continuó diciendo el joven — No
volveré más.
Los ojos de Catalina brillaron y las lágrimas empezaron a brotar
de sus pestañas.
—Además, has mentido —dijo él.
—No es verdad —contestó la muchacha. —Lo hice todo sin
querer. Anda, márchate si quieres... Ahora me pondré a llorar, y
lloraré hasta que no pueda más...
Se dejó caer de bruces en una silla y rompió en sollozos.
Eduardo llegó hasta el patio y allí se paró. Resolví infundirle
valor.
—La señorita —le dije— es tan caprichosa como un niño
mimado. Vale más que se vaya usted a casa, porque si no es
capaz de aparentar que está enferma con tal de disgustarnos.
Pero él miró a la ventana. El pobrecillo era tan capaz de irse
como un gato lo es de dejar a medio matar un ratón o a medio
devorar un pájaro.
«Estás perdido —pensé. —Te precipitas tú mismo hacia tu
destino...» Y ocurrió lo que yo pensaba: se volvió bruscamente,
entró en la casa, cerró la puerta, y cuando al cabo de un rato
fui a advertirles de que el señor Earnshaw había vuelto beodo y
con ganas de armar escándalo, pude comprobar que lo
sucedido no había servido sino para aumentar su intimidad y
para romper los diques de su timidez juvenil, hasta el punto que
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