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C A P Í T U L O IX





                  Hindley entró, como me temía, muy exasperado y pronunciando


                  tremendas imprecaciones, sorprendiéndome en el momento en

                  que trataba de ocultar a su hijo en la alacena de la cocina. A

                  Hareton le espantaban tanto las muestras de afecto como ser

                  objeto de la ira de su padre, porque, o bien corría el riesgo de


                  que le ahogara con sus brutales abrazos, o se exponía a que le

                  estrellara contra un muro. Así es que el niño permanecía

                  siempre quieto en los sitios donde yo le escondía.



                  —¡Al fin le encuentro! —vociferó Hindley, atenazándome por el

                  cuello. —


                  ¡Todos os habéis conjurado para matar al niño! Ahora


                  comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero

                  con la ayuda de Satanás, Elena, te voy a hacer tragar este

                  cuchillo. No lo tomes a risa; acabo de echar a Kennett, cabeza

                  abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan


                  dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y no

                  pararé hasta que lo haga.


                  —Vaya, señor Hindley —repuse—, déjeme en paz. No me gusta


                  el sabor a arenques del cuchillo. Mejor es que me pegue un tiro,

                  si quiere.


                  —¡Quiero que te vayas al diablo! —contestó. —Ninguna ley

                  inglesa impide que un hombre tenga una casa decorosa, y la


                  mía es detestable. ¡Abre la boca!





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