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como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado siempre a

                  mí misma. No hables más de separarnos, porque es imposible...


                  Calló y escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de


                  mí, porque me había hecho perder la paciencia con sus locuras.


                  —Lo único que saco en limpio de sus disparates, señorita —le

                  dije— es que ignora usted los deberes de una mujer casada, o

                  que es usted una mujer sin conciencia. Y no me importune con


                  más confidencias, porque no me las callaré.


                  —Pero de ésta no hablará...


                  —No se lo prometo.



                  Ella iba a insistir, mas la llegada de José cortó la conversación.

                  Catalina, con Hareton, se fue a un extremo de la cocina, y allí

                  esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez que estuvo a

                  punto, José y yo empezamos a discutir acerca de quién debía


                  llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo

                  cuando casi se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a

                  que el amo la pidiese, ya que le temíamos cuando llevaba algún


                  rato encerrado a solas.


                  —Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del campo todavía? ¿Qué está

                  haciendo?



                  ¡Hay que ver qué holgazán! —dijo el viejo, al notar que

                  Heathcliff no se hallaba allí.


                  —Voy a buscarle —contesté. —Debe de estar en el granero. Le

                  llamé, pero no obtuve contestación. Cuando volví, cuchicheé al







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