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cierto es que no vendrá. Puede que no estuviera tan sordo si le
silbara usted.
A pesar de que estábamos en verano, la noche, en efecto, era
oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les aconsejé que nos
sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver a
Heathcliff sin necesidad de que nos ocupásemos de
encontrarle. Pero Catalina no se tranquilizó. Iba y venía, en
continua agitación, de un sitio a otro. Al fin, se apoyó en el
muro junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis
observaciones: unas veces llamando a Heathcliff; otras,
escuchando en espera de sentirle volver, y otras, llorando
desconsoladamente. Lloraba como Hareton u otro niño
cualquiera lo hubiese hecho.
A medianoche la tormenta descargó violentamente sobre
Cumbres Borrascosas. Fuera efecto de un rayo o del vendaval,
un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes
ramas cayó sobre el tejado, derribando parte del tubo de la
chimenea, lo que hizo que se desplomara sobre el fogón una
avalancha de piedras y hollín. Creímos que había caído un rayo
entre nosotros, y José se hincó de rodillas para pedir a Dios que
se acordara de Noé y Lot y, al enviar su castigo sobre el malo,
perdonara al justo. Yo intuí que entonces también nosotros
íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor
Earnshaw se me aparecía como Jonás, y, temiendo que no
viniera ya, llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales
frases, que José hubo de impetrar a Dios, con redoblada
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