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arrojase por la ventana o por la escalera. Enseguida se marchó,
porque tenía excesivo trabajo, ya que entre las casas de sus
pacientes solía haber una distancia de cuatro o cinco
kilómetros.
Confieso que no me porté como una excelente enfermera, y
José y el amo tampoco lo hicieron mejor que yo; pero, pese a
ello y a sus propios caprichos, la enferma logró vencer la
gravedad de su estado. Entretanto, la señora Linton nos hizo
varias visitas, procuró ordenar las cosas de la casa; estaba
siempre dándonos órdenes y reprendiéndonos, y, por fin,
cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a convalecer a la
granja, lo que por cierto le agradecimos mucho.
Pero la pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su
gentileza, porque ella y su marido contrajeron la fiebre y
fallecieron con un intervalo de pocos días.
La joven volvió a casa más violenta y más intratable que nunca.
No habíamos vuelto a saber nada de Heathcliff. Un día en que
ella me había hecho perder la paciencia, cometí la ligereza de
achacarle la culpa de la desaparición del muchacho, lo que en
realidad era la verdad pura, como a ella le constaba, y mi
acusación hizo que rompiera conmigo todo trato, excepto el
inevitable para las cosas de la casa. Ello duró varios meses.
José cayó también en desgracia. No sabía callarse sus
pensamientos y se obstinaba en seguir sermoneándola como si
aún fuera una chiquilla, cuando en realidad era una mujer
hecha y derecha, y, además, nuestra ama. Para colmo, el
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