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enamoradísima del señor Linton y también demostraba mucho

                  afecto a su hermana. Verdad es que ellos eran muy buenos

                  para con Catalina. Aquí no se trataba del espino inclinándose


                  hacia la madreselva, sino de la madreselva abrazando al

                  espino. No es que los unos se hiciesen concesiones a los otros,

                  sino que ella se mantenía de pie y los otros se inclinaban.

                  ¿Quién va a demostrar mal genio cuando no encuentra


                  oposición en nadie? Yo notaba que el señor Linton tenía un

                  miedo terrible a irritarla. Procuraba disimularlo ante ella; pero si

                  me oía contestarle destempladamente, o veía molestarse a


                  algún criado cuando recibía alguna orden imperiosa de su

                  mujer, expresaba su descontento con un fruncimiento de cejas

                  que no era corriente en él cuando se trataba de cosas que le


                  afectasen personalmente. A veces me reprendía mi acritud,

                  diciéndome que el ver disgustada a su esposa le producía peor

                  efecto que recibir una puñalada. Procuré dominarme, a fin de

                  no contrariar a un amo tan bondadoso. Durante medio año, la


                  pólvora, al no acercarse a ella ninguna chispa, permaneció tan

                  inofensiva como si fuese arena. Eduardo respetaba los accesos

                  de melancolía y taciturnidad que invadían de cuando en cuando

                  a su esposa, y los atribuía a un cambio producido en ella por la


                  enfermedad, ya que antes no los había padecido nunca. Y

                  cuando ella se restablecía, ambos eran perfectamente felices, y

                  para su marido parecía que hubiera salido el sol.



                  Pero aquello se acabó. Indudablemente, en el fondo, cada uno

                  debe mirar por sí mismo. Precisamente los buenos son más







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