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egoístas que los dominantes. Y aquella dicha tuvo su fin cuando

                  una de las partes se apercibió de que no era el objeto de los

                  desvelos de la otra. En una tarde serena de septiembre yo


                  volvía del huerto llevando un cesto de manzanas que acababa

                  de recoger. Había oscurecido ya y la luna brillaba por encima

                  de la tapia del patio produciendo sombras en los salientes de la

                  fachada del edificio. Yo dejé el cesto en los peldaños de la


                  escalera de la cocina y me detuve un momento para aspirar el

                  aire tranquilo y suave. Mientras, oí detrás de mí una voz que me

                  decía:



                  —Elena, ¿eres tú?


                  El tono profundo de aquella voz no me era desconocido del

                  todo. Me volví para ver quién hablaba, algo desconcertada, ya


                  que la puerta estaba cerrada y no había visto aproximarse a

                  nadie a la escalera. En el portal distinguí una sombra, y al

                  avanzar hacia allí me encontré con un hombre alto y moreno,

                  vestido de negro. Estaba apoyado en la puerta y tenía puesta la


                  mano en el picaporte, como si tuviese la intención de abrir él

                  mismo.


                  «¿Quién será? —pensé. —No es la voz del señor Earnshaw.»


                  —Llevo una hora esperando —me dijo—, quieto como un


                  muerto. No me atreví a entrar. ¿Es que no me conoces? ¡No soy

                  un extraño para ti!


                  Un rayo de luna iluminó sus facciones. Tenía las mejillas lívidas y


                  negras patillas las adornaban. Sus cejas eran sombrías y sus






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