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C A P Í T U L O X





                  ¡Me he lucido con el principio que ha tenido mi vida de eremita!


                  ¡Cuatro semanas enfermo, tosiendo constantemente! ¡Oh, estos

                  implacables vientos y estos sombríos cielos del Norte! ¡Oh, los

                  intransitables caminos y los calmosos médicos rurales! Pero

                  peor que todo, incluso que la privación de todo semblante


                  humano en torno mío, es la conminación de Kennett de que

                  debo permanecer en casa, sin salir, hasta que apunte la

                  primavera…



                  El señor Heathcliff me ha hecho el honor de visitarme. Hace

                  siete días me envió un par de guacos, que, al parecer, son los

                  últimos de la estación. El muy villano no está exento de

                  responsabilidades en mi enfermedad, y no me faltaban deseos


                  de decírselo; pero ¿cómo ofender a un hombre que tuvo la

                  bondad de pasarse una hora a mi cabecera hablándome de

                  temas diferentes, de píldoras y medicaciones? Su visita


                  constituyó para mí un gran paréntesis en mi dolencia.


                  Aún estoy demasiado débil para leer. ¿Por qué, pues, no pedir a

                  la señora Dean que continúe relatándome la historia de mi

                  vecino? La dejamos en el momento en que el protagonista se


                  había fugado y en que la heroína se casaba. Voy a llamar a mi

                  ama de llaves; seguramente le agradará entablar una animada

                  conversación conmigo durante un buen rato.



                  La señora Dean acudió.






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