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Hacía una mañana clara y fresca. Abrí las ventanas, y los

                  perfumes del jardín penetraron en la estancia. Pero Catalina me

                  dijo:



                  —Cierra, Elena. Estoy extenuada.


                  Y sus dientes rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre,

                  casi fría.



                  —Está enferma —aseguró Hindley, tomándole el pulso. —Por

                  eso no se acostó. ¡Qué condenación! Está visto que no puedo

                  estar libre de enfermedades en esta casa. ¿Por qué te expusiste

                  a la lluvia?



                  —Por andar detrás de los muchachos, como de costumbre —se

                  apresuró a decir José, dando suelta a su maldita lengua. —Si yo

                  estuviera en el caso de usted, señor, les daría con la puerta en


                  las narices a todos ellos, señoritos y aldeanos. Todos los días

                  que usted sale, el Linton se cuela aquí como un gato. Mientras

                  tanto, la tal Elena, ¡qué es buena también!, vigila desde la

                  cocina, y cuando usted entra por la puerta, él sale por la


                  opuesta. Y entonces, nuestra señorona corre al lado del otro.

                  ¡Hay que ver! ¡Andar a las doce de la noche a campo traviesa

                  con aquel endiablado gitano de Heathcliff! Se imaginan que

                  estoy ciego; pero se equivocan. Yo he visto al joven Linton ir y


                  venir, y te he visto a ti, ¡so bruja! —añadió mirándome—, estar

                  atenta y avisarlos en cuanto los cascos del señor sonaron en el

                  camino.











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