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sus sermones, y me fui a acostar con el pequeño Hareton, que
estaba profundamente dormido. Oí a José leer, luego le sentí
subir la escalera, y en seguida me dormí
A la mañana siguiente me levanté algo más tarde que de
costumbre, y al bajar vi a la señorita Catalina, que seguía
sentada junto al hogar. El señor Hindley, soñoliento y con
profundas ojeras, estaba en la cocina también y le preguntaba:
—¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más abatida que un cachorro
chapuzado!
¿Por qué estás tan mojada y tan pálida?
—No me pasa otra casa —contestó, malhumorada, Catalina —
sino que he cogido una mojadura y siento frío.
Noté que el señor estaba ya sereno, y exclamé:
— ¡Es muy traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de
ayer, y se ha obstinado en quedarse toda la noche al lado de la
lumbre.
—¿Toda la noche?... ——exclamó, sorprendido, el señor
Earnshaw —. ¿Y por qué? No habrá sido por miedo a la
tempestad...
Como ni ella ni yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras
pudiéramos evitarlo, contesté que se le había antojado
quedarse allí, y ella no dijo nada.
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