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vehemencia, que en la hora de su ira hiciera la oportuna

                  distinción entre justos como él y pecadores como su amo.


                  En fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos


                  causado ni a José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina, que,

                  por haberse obstinado en continuar bajo la lluvia sin siquiera

                  ponerse el abrigo, ni nada a la cabeza, volvió empapada. Se


                  sentó, apoyó la cabeza en el respaldo del banco y acercó las

                  manos al fuego.


                  —Vaya, señorita —le dije, tocándole en un hombro—; usted se

                  ha empeñado en matarse... ¿Sabe qué hora es? Las doce y


                  media. Vamos a acostarnos. No es cosa de seguir esperando a

                  ese imbécil. Se habrá ido a Gimmerton y pernoctará allí. Ya

                  comprenderá que no esperaremos que vuelva a estas horas.


                  Además, temerá que el señor esté despierto y que sea él quien

                  le abra la puerta.


                  —No debe de estar en Gimmerton —repuso José— y no me

                  maravillaría que yaciese en el fondo de una ciénaga. Esto ha


                  sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la

                  próxima vez le tocaría a usted. Demos gracias al Cielo por todo.

                  Sus designios conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias,


                  como dicen las Sagradas Escrituras.


                  Y comenzó a citar pasajes de la Biblia, mencionando los

                  capítulos y versículos correspondientes.


                  Harta de insistir a la terca joven para que se secara y se


                  cambiara de ropa, los dejé: a ella, con su tiritona, y a José, con






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