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—¡Silencio, insolente! —gritó Catalina. —Linton vino ayer por
casualidad, Hindley, y le dije que se fuera cuando viniste,
porque supuse que no te agradaría verle dada la forma en que
venías.
—Mientes, Catalina; estoy seguro... Y eres una condenada idiota
—repuso su hermano. —No me hables de Linton por el
momento... Dime si has estado esta noche con Heathcliff. No
temas que le maltrate. Le odio; pero hace poco me hizo un
favor y ello detiene mis impulsos de partirle la cabeza. Lo que
haré será echarle a la calle hoy mismo, y a partir de entonces
tened cuidado, porque todo mi mal humor caerá sobre
vosotros.
—No he visto a Heathcliff esta noche —contestó Catalina,
sollozando. —Si le echas de casa, me iré con él. Pero quizá no
puedas hacerlo ya. Tal vez se haya ido...
Una angustia incontenible la dominó y empezó a proferir
sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un chaparrón de
groserías y la hizo subir a su cuarto amenazándola con que de
lo contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice que
le obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando
estuvo en su alcoba. Me aterrorizó hasta el punto de que pensé
que iba a volverse loca, y encargué a José que corriera a llamar
al médico. El señor Kennett pronosticó un comienzo de delirio;
dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una sangría para
disminuir la fiebre, y me encargó que le diese solamente leche y
agua de cebada, y que la vigilase mucho para impedir que se
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