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la otra ladera del monte. El paisaje, habitación y los que había
en ella estaban sumidos en una maravillosa paz. Me era muy
violento dar el recado, y principiaba a iniciar la marcha sin
transmitirlo, cuando un impulso de locura me hizo volverme y
decir:
—Hay ahí una persona de Gimmerton que desea verla señora.
—¿Qué quiere? —preguntó la señora Linton.
—No se lo he preguntado —repuse.
—Bien. Echa las cortinas y trae el té. En seguida vengo. Salió de
la habitación el señor había venido.
—Una persona que la señora no esperaba –repuse— Heathcliff;
¿no se acuerda? Aquel que vivía en casa del señor Earnshaw.
—¡Ah, el gitano, el mozo de labranza! ¿Cómo no le has dicho a
Catalina quién era?
—No le llame por esos nombres, señor —le aconsejé—, porque
ella se ofendería si le oyera. Cuando se fue estuvo muy
disgustada. Seguramente se alegrará de verle volver.
El señor Linton se asomó a una ventana que daba al patio y
gritó a su mujer
—No estés ahí, querida. Haz entrar a ese visitante.
Oí rechinar el picaporte y Catalina subió corriendo, toda
sofocada y con una excitación tal, que hasta borraba de su
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