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rostro toda señal de alegría. Viéndola, casi parecía, por su

                  exaltación, que había asistido a una terrible desgracia.


                  —¡Eduardo, Eduardo, —exclamó ella, jadeante— ¡Eduardo, amor


                  mío: Heathcliff ha vuelto!


                  Y le abrazaba hasta casi ahogarle.


                  —Bien, bien —repuso su esposo, un tanto mohíno. —No creo que


                  por eso hayas de estrangularme. No me parece que ese

                  Heathcliff sea un tesoro maravilloso. ¡No es como para volverse

                  locos porque haya vuelto!


                  —Ya sé que no te agrada mucho —replicó Catalina,


                  reprimiéndose un poco. —Pero tenéis que ser amigos ahora,

                  aunque sólo sea por mí. ¿Le digo que suba?


                  —¿Al salón?



                  —¿Dónde si no? —contestó ella.


                  Él, algo molesto, indicó que el sitio oportuno hubiera sido la

                  cocina. Ella le contempló entre risueña y contrariada.


                  —No —contestó. —No voy a estar yo en la cocina. Elena, trae


                  dos mesas... Una para el señor y la señorita Isabel que son

                  nobles, y otra para Heathcliff y para mí, que somos plebeyos.

                  ¿Te parece bien, querido? ¿O prefieres que le reciba en otra

                  parte? Si es así, dilo. Voy a buscar a nuestro visitante. ¡Me


                  parece una felicidad demasiado grande para que sea

                  verdadera!


                  Iba a volver a salir, pero Eduardo la detuvo.






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