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—En el modo de hacerle pagar esto a Hindley. No sé cuánto

                  habré de esperar, pero no me importa, si lo consigo al fin. ¡Ojalá

                  no se muera antes!



                  —¡Qué vergüenza, Heathcliff! —le dije. — Sólo corresponde a

                  Dios castigar a los malos. Nosotros tenemos que saber

                  perdonarlos.


                  —No será Dios quien tenga esa satisfacción, que yo me reservo


                  –repuso.


                  —Lo único que necesito es saber cómo y cuándo la alcanzaré.

                  Pero ya acertaré con el plan conveniente. Este pensamiento me


                  evitará sufrir más.


                  Me estoy dando cuenta, señor Lockwood, de que estas historias

                  no deben tener interés para usted. No sé cómo he hablado


                  tanto. Está usted durmiéndose. ¡Hubiera podido contarle en una

                  docena de palabras todo lo que le interesara a usted de la vida

                  de Heathcliff!


                  Después de esta interrupción, el ama de llaves se puso en pie y


                  guardó la labor. Yo no me retiré de la chimenea. Estaba sin

                  pizca de sueño.


                  —Siéntese, señora Dean —le dije—, y siga con su historia media

                  horita más. Ha hecho bien en contarla a su manera. Me han


                  interesado mucho sus descripciones.


                  —Pero, señor, ¡si están dando las once!











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