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Aunque a Catalina le agradaba también la música, dijo que se
oía mejor desde el rellano de la escalera, y con este pretexto se
escabulló. Yo la seguí. Cerraron la puerta de abajo. No parecían
haber reparado en nuestra ausencia. Catalina subió hasta el
desván donde estaba encerrado Heathcliff. Le llamó, y aunque
él al principio no quiso contestar, acabaron manteniendo una
conversación a través de la puerta. Los dejé que charlaran
tranquilamente, y cuando comprendí que el concierto iba a
terminar y que se iba a servir la cena a los músicos, volví al
desván con objeto de alejar a Catalina. Pero no la hallé. Por una
claraboya había subido al tejado y por otra entrado en la
buhardilla de Heathcliff. Me costó mucho convencerla de que
saliera. Lo hizo en compañía de Heathcliff, y se empeñó en que
le llevara a la cocina conmigo, ya que José se había ido a casa
de un vecino para librarse de la «diabólica salmodia», como
llamaba a la música. Yo les advertí que no contaran conmigo
para engañar al señor Hindley; pero por esta vez lo haría, ya
que el prisionero no había comido desde el día anterior.
Él bajó, se sentó junto a la lumbre y yo le ofrecí muchas
golosinas; pero se sentía mal y no comió apenas, sin que mis
intentos de entretenerle tuvieran éxito. Había apoyado los
codos en las rodillas y el mentón en las manos, y permanecía
silencioso. Le pregunté en qué pensaba y me respondió con
gravedad:
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