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—Soy tan sucio como me da la gana, y me agrada estar sucio, y
seguiré estándolo.
Y se lanzó fuera de la habitación, con gran contento de los
amos y enorme turbación de Catalina, que no acababa de
comprender por qué sus comentarios le habían producido tal
exasperación.
Después de haber ayudado a desvestirse a la recién llegada, de
poner los bollos al horno y de encender la lumbre, me senté
dispuesta a entretenerme cantando villancicos, sin hacer caso a
José, que me aseguraba que el tono que yo empleaba era
demasiado profano. Él se marchó a su cuarto a rezar, y los
señores Earnshaw distraían a la joven enseñándole varios
regalitos que habían comprado para los Linton en prueba de
agradecimiento por sus atenciones. Habían invitado a los
Linton a pasar el siguiente día en Cumbres Borrascosas, y había
sido aceptada la invitación, contando que los hijos de Linton no
tuvieran que tratar con aquel «travieso chico de lenguaje soez».
Me quedé sola. La cocina olía fuertemente a las especias de los
guisos. Yo miraba la brillante batería de cocina, el reluciente
reloj, los vasos de plata alineados en la bandeja y la impecable
limpieza de suelo, de cuyo barrido y fregado me había
preocupado con especial esmero. Todo me pareció a punto y
digno de alabanza, y recordé una ocasión en que el anciano
amo —que siempre solía dar un vistazo en casos como aquel—,
viendo lo bien que estaba todo, me había regalado un chelín,
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