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no lo querían ninguno de los dos. Nosotros nos moríamos de

                  risa contemplando aquello. ¿Cuándo me has visto alguna vez,

                  cuando estamos solos, gritar, y llorar, y revolcarnos, cada uno


                  en un extremo del salón? ¡No cambiaría la vida que hace

                  Eduardo Linton en la Granja de los Tordos por la que hago yo

                  aquí ni aunque me diesen la satisfacción de poder tirar a José

                  desde lo alto del tejado y de pintar la fachada de la casa con la


                  sangre de Hindley!


                  —¡Cállate, cállate! —le interrumpí— Y, dime, Heathcliff: ¿cómo se

                  ha quedado allí Catalina?



                  —Como te he dicho, nos echamos a reír. Los Linton nos oyeron,

                  y se precipitaron a la puerta veloces como flechas. Hubo un

                  momento de silencio, y después les oímos chillar «¡Papá, mamá,


                  venid! ¡Ay!» Creo que era algo así lo que gritaban. Hicimos

                  entonces un ruido espantoso para asustarlos más aún, y luego

                  nos soltamos de la ventana y echamos a correr, porque oímos

                  que alguien intentaba abrirla. Yo llevaba a Catalina de la mano,


                  y le decía que se apresurase, cuando de pronto cayó al suelo.

                  «¡Corre, Heathcliff! —me dijo—. Han soltado al perro, y me ha

                  agarrado.» El animal la había cogido por el tobillo, Elena. Le oí

                  gruñir. Catalina no gritó. Le habría parecido despreciable gritar


                  aunque se hubiese visto entre los cuernos de un toro bravo.

                  Pero yo sí grité. Lancé tantas maldiciones, que habría bastante

                  con ellas para pulverizar a todos los diablos del infierno. Luego


                  cogí una piedra y la metí en la boca del animal, tratando

                  furiosamente de introducírsela en la garganta. Salió una bestia






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