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fin de que no llamasen, y despertaran al señor. El recién llegado
era Heathcliff, y el corazón me dio un vuelco al verle solo.
—¿Dónde está la señorita? —grité con impaciencia. —Espero
que no le haya pasado nada.
—Está en la Granja de los Tordos —repuso—, estaría yo también
si hubiesen tenido la atención de decirme que me quedase.
—Bueno —le dije—; pues ya pagarás las consecuencias. No
pararás hasta que te echen de casa. ¿Qué teníais que hacer en
la Granja de los Tordos?
—Déjame cambiar de ropa, y ya te lo contaré, Elena —contestó.
Le recomendé que procurara no despertar al amo, y mientras
yo esperaba a que se desnudase para apagar la vela, continuó:
—Pues Catalina y yo salimos del lavadero pensando dar una
vuelta. Luego vimos las luces de la Granja, y se nos ocurrió ir a
ver si los niños de los Linton se pasan los domingos escondidos
en los rincones y temblando, mientras sus padres comen,
beben, ríen, cantan y se queman las pestañas delante del fuego.
¿Tú crees que lo pasan así, o bien que el criado les pronuncia
sermones, les enseña el catecismo y les hace que se aprendan
de carretilla una lista de nombres de la Sagrada Escritura si no
contestan con acierto?
—No lo creo —respondí—, porque son niños buenos y no
merecen que se
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