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C A P Í T U L O VI
El señor Hindley vino para asistir al entierro, y, con gran
asombro de la vecindad, trajo una mujer con él. Nunca nos dijo
quién era ni dónde había nacido. Debía de carecer de fortuna y
de nombre distinguido, porque, en otro caso, no hubiera dejado
de anunciar al padre su matrimonio.
Ella no causó muchas molestias en casa. Se mostraba
encantada de cuanto veía, excepto lo relacionado con el
sepelio. Viéndola cómo obraba durante la ceremonia, juzgué
que era medio tonta. Me hizo acompañarla a su habitación, a
pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó,
temblando y apretando los puños. No hacía más que
preguntarme:
—¿Se lo han llevado ya?
Enseguida empezó a explicar de una manera histérica el efecto
que le producía tanto luto. Viéndola estremecerse y llorar, le
pregunté lo que le pasaba, y me contestó que temía morir. Me
pareció que tan expuesta estaba a morir como yo. Era delgada,
pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como
diamantes. Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado
la sobresaltaba, y que tosía de cuando en cuando; pero yo
ignoraba lo que tales síntomas pronosticaban, y no sentía,
además, afecto hacia ella.
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