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sobre el pecho. Le dije que se callara y que no se moviera para
no despertar al amo. Durante más de media hora
permanecimos en silencio, y aún hubiéramos seguido más
tiempo así, a no haberse levantado José diciendo que era hora
de despertar al señor para rezar y acostarse. Se adelantó y le
tocó en el hombro; mas notando que no se movía, cogió la vela
para observarle mejor. Cuando retiró la luz comprendí que
pasaba algo anormal. Cogió a cada niño por un brazo y les dijo
en voz baja que subiesen a su cuarto y rezasen solos, porque él
tenía mucho que hacer aquella noche.
—Voy primero a dar las buenas noches a papá —dijo Catalina.
—¡Oh, ha muerto, Heathcliff! Ha muerto...
Y ambos empezaron a sollozar de un modo que desgarraba el
alma.
Yo también comencé a llorar; pero José nos interrumpió
diciéndonos que por qué nos lamentábamos por un santo que
se había ido al cielo. Después me mandó ponerme el abrigo y
correr a Gimmerton a buscar al médico y al sacerdote. Yo no
podía comprender de qué iban a servir ya uno ni otro; pero, no
obstante, salí presurosamente, a pesar del viento y la lluvia. El
médico vino inmediatamente. Dejé a José explicándose con el
doctor y subí al cuarto de los niños. Tenían la puerta abierta y
no habían pensado en acostarse, aunque era más de
medianoche; pero estaban más calmados y no necesitaban de
mis consuelos. En su inocente conversación, las ingenuas
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