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Catalina y su hermano me importunaban de un modo horrible,
él era manso como un cordero, si bien ello se debía a la
costumbre de sufrir más que a una natural bondad.
Cuando se restableció y el médico aseguró que en parte su
alivio era consecuencia de mis cuidados, me sentí agradecida
hacia quien me había hecho merecer tales alabanzas. Así perdió
Hindley la aliada que tenía en mí. De todos modos, mi afecto
por Heathcliff no era ciego, y frecuentemente me preguntaba
para mis adentros qué era lo que el amo podría ver en aquel
niño, el cual, si mal no recuerdo, jamás recompensó a su
protector con expresión alguna de gratitud. No es que obrase
con insolencia hacia el amo, sino que demostraba indiferencia,
aunque le constase que bastaba una palabra suya para que
toda la casa hubiera de plegarse a sus deseos.
Recuerdo, por ejemplo, la ocasión en que el señor Earnshaw
compró dos potros en la feria del pueblo y regaló uno a cada
muchacho. Heathcliff eligió el más hermoso, pero habiendo
notado al poco tiempo que renqueaba, dijo a Hindley:
—Tienes que cambiar de caballo conmigo, porque el mío no me
agrada. Si no lo quieres hacer, le contaré a tu padre que me has
dado esta semana tres palizas, y le enseñaré mi brazo lleno de
cardenales.
Hindley le abofeteó.
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