Page 284 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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liberó a Yar Ali, con incómodos esfuerzos ya que su brazo izquierdo estaba

               rígido e inutilizable.
                    —¿Dónde están los beduinos? —preguntó, mientras ayudaba a levantarse
               al afgano.
                    —Alá,  sahib  —susurró  Yar  Ali—,  ¿estás  loco?  ¿Lo  has  olvidado?

               ¡Vámonos rápidamente antes de que regrese el djinn!
                    —Fue  una  pesadilla  —murmuró  Steve—.  Mira,  la  joya  ha  vuelto  al
               trono…
                    Su voz se extinguió. Una vez más el rojo resplandor palpitaba alrededor

               del antiguo trono, reflejándose en el cráneo putrefacto; una vez más en los
               esqueléticos dedos estirados latía el Fuego de Asurbanipal. Pero a los pies del
               trono yacía otro objeto que no había estado antes allí, la cabeza seccionada de
               Nureddin El Mekru miraba sin ver la luz grisácea que se filtraba a través del

               techo de piedra. Los labios sin sangre estaba retirados de los dientes en una
               espectral  sonrisa,  los  ojos  abiertos  reflejaban  un  horror  intolerable.  En  el
               denso polvo del suelo había tres rastros, uno del sheik cuando había seguido
               la joya roja que caía rodando hacia la pared, y encima suyo otros dos pares de

               huellas,  que  se  acercaban  hasta  el  trono  y  regresaban  a  la  pared…  huellas
               enormes, amorfas, como de pies extendidos, gigantescos y con garras, que no
               eran ni humanos ni animales.
                    —¡Dios mío! —gritó Steve, atragantándose—. Era cierto… y la Cosa… la

               Cosa que vi…



                                                         * * *


                    Steve recordaría la huida de la habitación como una pesadilla vertiginosa,

               en la cual él y su compañero se habían lanzado de cabeza por la interminable
               escalera que se había convertido en un pozo gris de miedo, habían corrido a
               ciegas a través de cámaras polvorientas y silenciosas, habían dejado atrás el

               ídolo ceñudo del enorme vestíbulo y habían llegado a la luz ardiente del sol
               del desierto, donde cayeron babeantes, luchando por recuperar el aliento.
                    Una vez más, Steve fue reanimado por la voz del afridi.
                    —¡Sahib,  sahib,  en  Nombre  de  Alá  el  Compasivo,  nuestra  suerte  ha
               cambiado!

                    Steve miró a su compañero como puede mirar un hombre hipnotizado. La
               indumentaria  del  gran  afgano  estaba  convertida  en  harapos  y  empapada  de
               sangre.  Estaba  manchado  de  polvo  y  cubierto  de  sangre,  y  su  voz  era  un






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