Page 281 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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desierto,  donde  perecieron  o  llegaron  a  través  de  la  desolación  hasta  las

               ciudades de los lejanos oasis. Kara-Shehr quedó silenciosa y desierta, como
               cubil  para  lagartos  y  chacales.  Si  algunos  de  los  habitantes  del  desierto  se
               aventuraban en la ciudad, encontraban al rey muerto en su trono, aferrando la
               gema ardiente, pero no se atrevían a ponerle la mano encima, pues sabían que

               el demonio acechaba cerca para protegerla a lo largo de las eras, igual que
               acecha mientras estamos aquí ahora.
                    Los  guerreros  temblaron  involuntariamente  y  echaron  un  vistazo
               alrededor, y Nureddin dijo:

                    —¿Por qué no salió cuando los francos entraron en la cámara? ¿Está tan
               sordo que el ruido del combate no le ha despertado?
                    —No hemos tocado la gema —contestó el viejo beduino—, y tampoco los
               francos la perturbaron. Los hombres la han mirado y han vivido; pero ningún

               mortal puede tocarla y sobrevivir.
                    Nureddin  empezó  a  hablar,  miró  los  rostros  intranquilos  y  tenaces  y
               comprendió lo fútil de la discusión. Su actitud cambió bruscamente.
                    —Yo soy el amo —exclamó, echándose la mano a la cartuchera—. ¡No

               he sudado y sangrado por esta gema para detenerme al final por miedos sin
               fundamento! ¡Retroceded todos! ¡Quien se cruce en mi camino corre peligro
               de perder la cabeza!
                    Se  enfrentó  a  ellos,  con  los  ojos  incandescentes,  y  todos  retrocedieron,

               asustados  por  la  fuerza  de  su  implacable  personalidad.  Ascendió
               vigorosamente  por  los  escalones  de  mármol,  y  los  árabes  tragaron  saliva,
               retrocediendo hacia la puerta; Yar Ali, consciente al fin, gruñó penosamente.
               ¡Dios!, pensó Steve, ¡qué escena tan bárbara! Cautivos atados sobre el suelo

               cubierto de polvo, guerreros salvajes apelotonándose y aferrando sus armas,
               el  rancio  aroma  crudo  de  la  sangre  y  la  pólvora  quemada  todavía
               impregnando  el  aire,  cadáveres  esparcidos  en  un  espantoso  revoltijo  de
               sangre, sesos y entrañas… y sobre el estrado, el sheik con rostro de halcón,

               ignorándolo  todo  excepto  el  maligno  resplandor  escarlata  de  los  dedos
               esqueléticos que descansaban sobre el trono de mármol.
                    Un  tenso  silencio  los  atenazó  a  todos  mientras  Nureddin  estiraba
               lentamente  la  mano,  como  si  estuviera  hipnotizado  por  la  palpitante  luz

               carmesí.  En  el  subconsciente  de  Steve  reverberaba  un  eco  lejano,  como  de
               alguna cosa inmensa y aborrecible que despertara repentinamente de un sueño
               de eras. Los ojos del americano se dirigieron instintivamente hacia las hoscas
               paredes  ciclópeas.  El  resplandor  de  la  gema  se  había  alterado  de  forma

               extraña; ardía con un rojo más profundo, más oscuro y más amenazador.




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