Page 277 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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—No le matéis. Atadle de pies y manos.
Mientras Steve forcejeaba torpemente contra muchas manos, le pareció
que había oído antes aquella voz imperiosa en algún lugar.
La caída del americano se había producido en cuestión de segundos.
Mientras sonaba el segundo disparo de Steve, Yar Ali casi había seccionado
el brazo de un asaltante al tiempo que él mismo recibía un golpe aturdidor
administrado por una culata de rifle en su hombro izquierdo. Su abrigo de piel
de oveja, que llevaba a pesar del calor del desierto, le salvó el pellejo de
media docena de cuchillos cortantes. Un rifle fue disparado tan cerca de su
cara que la pólvora le quemó terriblemente, arrancando un grito sanguinario
del enloquecido afgano. Mientras Yar Ali levantaba su sanguinolenta hoja, el
fusilero, con la cara cubierta de cenizas, alzó su rifle sobre la cabeza con
ambas manos para desviar el golpe, ante lo cual el afridi, con un aullido
ferozmente exultante, se movió como ataca un gato de la jungla y hundió su
largo cuchillo en el vientre del árabe. Pero en ese instante una culata de rifle,
arrojada con todo el profundo rencor que su portador fue capaz de reunir,
chocó contra la cabeza del gigante, abriéndole la cabellera y poniéndole de
rodillas.
Con la tenaz y silenciosa ferocidad de su estirpe, Yar Ali volvió a
levantarse, ciego y tambaleante, atacando a enemigos que apenas podía ver,
pero una tormenta de golpes volvió a derribarle, y sus atacantes no dejaron de
golpearle hasta que quedó inmóvil. Le habrían liquidado con rapidez de no ser
por otra orden perentoria de su jefe; después de la cual ataron al cuchillero
inconsciente y lo arrojaron junto a Steve, que estaba completamente
consciente y sentía el terrible dolor de la bala que se alojaba en su hombro.
Levantó la mirada hacia el alto árabe que estaba contemplándole.
—Bueno, sahib —dijo este, y Steve vio que no era un beduino—. ¿No me
recuerdas?
Steve frunció el ceño; una herida de bala no ayuda a concentrarse.
—Me resultas conocido… ¡Por Judas!… ¡Eres… eres Nureddin El
Mekru!
—¡Me siento honrado! ¡El sahib me recuerda! —Nureddin hizo una
reverencia sarcástica—. Y sin duda recordarás la ocasión en la que me hiciste
este… regalo.
Los ojos oscuros se ensombrecieron con un sentimiento de amarga
amenaza y el sheik señaló una fina cicatriz blanca en el extremo de su
mandíbula.
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