Page 285 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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graznido. Pero sus ojos estaban iluminados con la esperanza y señalaba con

               un dedo tembloroso.
                    —¡Bajo la sombra de aquella pared derruida! —graznó, esforzándose por
               humedecer  los  labios  ennegrecidos—.  ¡Allah  ilallah!  ¡Los  caballos  de  los
               hombres que matamos! ¡Con cantimploras, y bolsas de comida colgando de

               las  sillas!  ¡Esos  perros  huyeron  sin  detenerse  a  recoger  los  corceles  de  sus
               camaradas!
                    Una nueva vida brotó en el pecho de Steve, que se irguió tambaleante.
                    —Vámonos —murmuró—. ¡Vámonos rápidamente!

                    Como hombres moribundos, avanzaron trastabillantes hasta los caballos,
               los soltaron y se subieron a tientas sobre las sillas.
                    —Nos llevaremos las monturas de sobra —graznó Steve, y Yar Ali asintió
               para expresar su acuerdo.

                    —Probablemente las necesitemos antes de avistar la costa.
                    Aunque sus nervios torturados pedían a gritos el agua que se columpiaba
               en las cantimploras colgadas de las sillas, dieron la vuelta a las monturas y,
               balanceándose sobre las sillas, cabalgaron como cadáveres voladores por la

               larga  y  arenosa  calle  de  Kara-Shehr,  entre  los  palacios  derruidos  y  las
               columnas desmenuzadas, cruzaron la muralla caída y llegaron al desierto. Ni
               una  sola  vez  miraron  hacia  atrás,  hacia  aquel  amontonamiento  de  horrores
               antiguos,  ni  tampoco  hablaron  hasta  que  las  ruinas  desaparecieron  en  la

               brumosa  distancia.  Entonces,  y  sólo  entonces,  tiraron  de  las  riendas  para
               detenerse y mitigaron su sed.
                    —¡Allah  ilallah!  —dijo  Yar  Ali  con  devoción—.  Esos  perros  me  han
               golpeado  tanto  que  parece  que  todos  los  huesos  de  mi  cuerpo  estén  rotos.

               Desmontemos,  sahib,  te  lo  suplico,  y  déjame  sacarte  esa  maldita  bala  y
               vendarte el hombro lo mejor que me permita mi limitada habilidad.
                    Mientras esto ocurría, Yar Ali hablaba, evitando la mirada de su amigo.
                    —Dijiste, sahib, dijiste algo sobre… ¿sobre algo que viste? ¿Qué viste, en

               nombre de Alá?
                    Un fuerte escalofrío recorrió el recio cuerpo del americano.
                    —¿Tú no estabas mirando cuando… cuando la… la Cosa devolvió la joya
               a la mano del esqueleto y dejó la cabeza de Nureddin sobre el estrado?

                    —¡No, por Alá! —juró Yar Ali—. ¡Mis ojos estaban tan cerrados como si
               hubieran sido soldados con el acero fundido de Satanás!
                    Steve no contestó hasta que los camaradas hubieron subido una vez más a
               las sillas y emprendieron su largo viaje hasta la costa, que, con comida, agua,

               armas y caballos de refresco, tenían muchas posibilidades de alcanzar.




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