Page 58 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Sé exactamente cómo suena esta mierda. No creáis que no lo sé. Es solo que
por fin ha dejado de importarme.
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Ayer, dos días después de mi excursión al almacén, volví a ver la cinta del
Instituto de Investigaciones del Acuario de la Bahía de Monterey. Esta vez,
tras el corte de doce segundos, conté hasta siete y luego continué hasta doce,
no apagué el televisor, no aparté la mirada. Estaba claro que ya había llegado
demasiado lejos para permitirme ese lujo. Maldita sea, he visto ya tanto; he
visto tanto que no hay una excusa razonable para apartar la mirada, porque no
puede quedar nada que sea peor que lo que ya ha sucedido.
Y, además, no iba a ver nada que no hubiera visto ya.
El error de Orfeo no fue girarse y volver la vista atrás hacia Eurídice y el
Infierno, sino que alguna vez pensara que podía escapar. El mismo que el de
la mujer de Lot. Desviar la mirada no cambia el hecho de que estamos
marcados.
Después de la estática vuelve la imagen, pero al principio no se ven más
que cantos rodados, los mismos que antes: esos cantos que tendrían que estar
cubiertos de cieno y vida —de restos de seres vivos, al menos— pero no lo
están. Esos cantos rodados tan extraños y limpios. Y las líneas y ángulos
profundamente tallados en ellos que de ningún modo pueden ser resultado de
un proceso geológico o biológico, unas líneas y unos ángulos que no pueden
ser nada más que lo que Jacova dijo que eran. Pienso en fragmentos del
Partenón, o de algún templo romano o griego en ruinas, el ornamento
cincelado de un entablamento o frontón. Estoy viendo algo que fue
construido, algo que fue fabricado de forma intencionada, no algo que
simplemente ocurrió. El Tiburón II se mueve hacia delante con mucha
lentitud porque la explosión que precedió al corte de la grabación se ha
llevado un par de las hélices de babor. Avanza despacio hacia delante, con
cuidado, flotando unos pocos metros por encima del lecho marino, y de
pronto las luces del vehículo comienzan a atenuarse y parpadear.
Después del corte, sé que no quedan más que 52,2 segundos de vídeo
antes de que la cámara de estribor se apague definitivamente. Menos de un
minuto, así que permanezco sentado en el suelo de la habitación de hotel,
contando —uno mil, dos mil—, sin apartar los ojos de la pantalla.
El técnico de robótica del Instituto de Investigaciones del Acuario de la
Bahía de Monterey está muerto, el tipo nervioso que me vendió (a mí y a
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