Page 55 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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verde menta y un techo bajo también de cemento; recorrí la corta distancia

               que lo separaba del final (no más de diez metros, diez metros a lo sumo) y fui
               dejando atrás habitaciones vacías que quizá alguna vez hubieran sido oficinas
               hasta que llegué a una puerta sin la llave echada en la que unas descoloridas
               letras naranjas rezaban «Solo empleados».

                    —Es un almacén vacío —susurré, expirando las palabras en voz alta—.
               Nada más, solo un almacén vacío. —Sabía que no era verdad, ya no, ni por
               asomo, pero pensé que quizá una mentira podía serme de más consuelo que el
               desconsolador haz de luz de la linterna de mano. Joseph Campbell escribió:

               «Dibuja un círculo alrededor de una piedra y la piedra será una encarnación
               del  misterio».  Algo  así.  O  lo  dijo  otra  persona  y  no  me  acuerdo  bien.  La
               cuestión es que sabía que Jacova había dibujado un círculo alrededor de aquel
               lugar, igual que había dibujado un círculo alrededor de ella misma, igual que

               su padre había dibujado alrededor de ella…
                    Igual que ella había dibujado un círculo alrededor de mí.
                    La  puerta  no  estaba  cerrada  con  llave  y  tras  ella  yacían  las  vastas  y
               desiertas  tripas  del  edificio,  una  llanura  plana  de  cemento  delimitada  con

               vigas de acero de soporte. Entraba un poco de luz por los muchos ventanucos
               dispuestos a lo largo de las paredes orientales y occidentales, aunque no tanta
               como había esperado, y parecía entrar debilitada, diluida por el aire rancio.
               Apunté la Maglite al suelo bajo mis pies, adelante y atrás, y vi que alguien

               había cubierto con pintura todos los elaborados y coloridos patrones puestos
               allí por la Puerta Abierta de la Noche. Una gruesa capa de pintura al látex
               cubría  el  intrincado  entretejido  de  líneas,  las  líneas  que  ella  creía  que
               formarían  un  puente,  un  «conducto»  (esa  fue  la  palabra  que  usó).  Todo  el

               mundo ha visto fotografías de ese suelo, aunque aún tengo que dar con una
               que  le  haga  justicia.  Un  yantra.  Un  laberinto.  Una  masa  serpenteante  y
               enmarañada de criaturas marinas que se estiran hacia un sol negro. Símbolos
               hindis,  mayas  y  chinook.  Las  precisas  líneas  de  contorno  de  un  mapa

               topográfico del cañón de Monterey. Cada una de estas cosas y todas ellas a la
               vez, simultáneamente. He oído que hay una antropóloga en Berkeley que está
               escribiendo un libro sobre ese suelo. Quizá ella publique fotografías capaces
               de expresar su espantosa magnificencia. Quizá sería mejor si no lo hiciera.

                    Quizá alguien debería pegarle un tiro en la cabeza. La gente dijo lo mismo
               de Jacova Angevine. Pero el asesinato es casi siempre impensable para los
               hombres morales y racionales hasta después de que pase un holocausto.
                    Dejé esa puerta abierta, también, y caminé despacio hacia el centro del

               almacén vacío, hacia el lugar donde había estado el altar, el lugar donde esa




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